Fuente: vatican.va
jueves, 28 de marzo de 2024
EN LA INTIMIDAD DEL CENÁCULO
lunes, 25 de marzo de 2024
LA UNCIÓN DE BETANIA, UNA LECCIÓN
Conmovido con el ejemplo de María en
casa de Simón el leproso, que vierte un ungüento de nardo puro de
gran precio sobre Jesús, comenta san Josemaría:
«Aquella mujer que en casa de Simón el leproso, en Betania, unge con rico perfume la cabeza del Maestro, nos recuerda el deber de ser espléndidos en el culto de Dios.
—Todo el lujo, la majestad y la belleza me parecen poco.
—Y contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: «opus enim bonum operata est in me» —una buena obra ha hecho conmigo» (Camino, n° 527).
La generosidad de María es modelo para los cristianos de todas las épocas en el afán de no escatimar nada en lo que se refiere al culto de Dios. No obstante las críticas que su actuación despierta, disfrazadas por un manto de preocupación social, a ella le basta con que su Señor esté contento. Y Jesús sale en su defensa: «Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una obra buena conmigo, pues a los pobres los tenéis siempre con vosotros» (Mc 14, 6-7).
No cree María que hace una cosa extraordinaria al gastar ese perfume tan valioso para ungir al Señor. Quizá piense que ya no habrá otra oportunidad de hacer algo grande por su Maestro, y actúa coherentemente, con la espontaneidad del amor que no sabe de cicaterías. Así han actuado siempre los cristianos de todos los siglos, destinando lo mejor que tenían para honrar al Señor realmente presente bajo el velo de las especies sacramentales. El proceder de María ha quedado como una dulce invitación a no ser mezquinos con el Señor, a darle todo, «a romper el frasco» (Mc 14, 3), en correspondencia al amor de Cristo que ha ungido a la humanidad entera con el bálsamo de infinito valor de su Sangre preciosísima.
martes, 19 de marzo de 2024
LA TRINIDAD DEL CIELO Y DE LA TIERRA
La devoción a San José ha marcado profundamente el
alma de muchos santos. Es el caso de San Josemaría Escrivá, cuya veneración por
el Santo Patriarca creció hasta el fin de sus días, y siempre muy unida a su amor por la Sagrada Familia de Nazaret. «La devoción
a san José en el fundador del Opus Dei –se lee en el diccionario a él dedicado-
estaba íntimamente unida a la devoción a la Sagrada Familia, en cuya
inseparabilidad insistía. Jesús, María y José formaban una familia unida a la
que con frecuencia llamaba trinidad de la tierra: ‘Entre los bienes que el
Señor ha querido darme, está la devoción a la Trinidad Beatísima: la Trinidad
del cielo, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, único Dios, y la
trinidad de la tierra: Jesús, María y José. Comprendo bien la unidad y el
cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor’.
Por eso conviene mantenerlos unidos también en la vida interior, según un
itinerario de la vida espiritual que va desde la trinidad de la tierra
hasta la Trinidad del Cielo: ‘A través de Jesús, María y José, la
trinidad de la tierra, cada uno encontrará su modo propio de acudir al
Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, la Trinidad del Cielo’»
jueves, 14 de marzo de 2024
UNA INTOLERANCIA INMOTIVADA
Con el recrudecimiento de las hostilidades hacia la liturgia
tradicional, las siguientes palabras del cardenal Joseph Ratzinger, dichas hace
más de 20 años, parecen adquirir una sorprendente actualidad. Decía el entonces Prefecto para la Doctrina de la Fe: «También es importante para la correcta concienciación en
asuntos litúrgicos que concluya de una vez la proscripción de la liturgia
válida hasta 1970. Quien hoy aboga por la perduración de esa liturgia o
participa en ella es tratado como un apestado; aquí termina la tolerancia. A lo
largo de la historia nunca ha habido nada igual, esto implica proscribir
también todo el pasado de la Iglesia. Y de ser así, ¿cómo confiar en su
presente? Francamente, yo tampoco entiendo por qué muchos de mis hermanos
obispos se someten a esta exigencia de intolerancia que, sin ningún motivo
razonable, se opone a la necesaria reconciliación interna de la Iglesia»
(Cf. Dios y el mundo, Buenos Aires 2005, p. 393). Este texto condensa lo
que fue la postura invariable de Ratzinger/Benedicto XVI con relación al uso de
la antigua liturgia. A sus ojos, lo que aquí está en juego es algo serio; al proscribir
el pasado también se siembra la sospecha y desconfianza en el presente. Si lo
que se hacía antes ya no es tolerable, ¿qué futuro se depara a lo que hoy se
prescribe como genuino y auténtico? Está claro que la libre coexistencia de los
ritos es un beneficio mutuo, y probablemente el único camino viable para la paz
y un sano orden litúrgico.
viernes, 8 de marzo de 2024
MIRAR A CRISTO CRUCIFICADO
«Cuantas veces se detiene el alma a mirar con devoción el Crucifijo, otras tantas le mira Jesucristo con ojos de infinita ternura»
(San Alfonso María de Ligorio)
viernes, 1 de marzo de 2024
EL ECLIPSE DE LA MAJESTAD DIVINA EN LA LITURGIA
Hace algunos meses publiqué en el blog la primera parte de un artículo de don Enrico Finotti sobre la importancia que tiene para la liturgia la idea de la Majestad divina (ver aquí). No obstante, poco a poco un vago y acentuado «asambleísmo» ha terminado por ocultar la verdad central de que en toda celebración litúrgica estamos en presencia de la majestad infinita de Dios, presencia que nos reclama un comportamiento reverente y sagrado. Publico ahora una traducción del apartado tercero del mismo artículo.
Especialmente en los decenios
postconciliares, se difundieron en la mentalidad y en la práctica litúrgicas
ideas y comportamientos fuertemente perjudiciales para la majestad propia de la
liturgia, y hay que constatar, por desgracia, daños incalculables a la dignidad
de la celebración y al patrimonio del arte y del decoro sagrado. Un despojo
universal de iglesias y sacristías ha caracterizado la aplicación inconsciente
y frenética de la «reforma litúrgica». Aquella simplificación ideológica que
golpeó las iglesias protestantes en la «reforma» luterana parece, en muchos
casos, haber penetrado en el espléndido y cálido concierto de la liturgia
católica, privándola de su color y belleza trascendentes.
El tono gris de las nuevas salas litúrgicas y el lenguaje vacío de la funcionalidad han desvitalizado el aliento y la luz de la tradición litúrgica tamizada por los siglos e impregnada de la piedad de los pueblos cristianos. La mística de los santos y el genio de los artistas inspirados por la fe, la piedad de los padres y la gravedad de los sacerdotes, han dado paso a la funcionalidad ordinaria y a la banalidad superficial de lo cotidiano secularizado. Ya no se acude a la Majestad divina, sino que uno se junta para una mera reunión de camaradería movida de un vago sentimiento de religiosidad. El ambiente ya no sagrado, los vestidos totalmente simplificados y ligeros, los gestos espontáneos y sin compostura, el lenguaje común de la calle, todo encaja en este cuadro.
El sacerdote y los demás ministros ya no consideran necesario prepararse para el rito con la oración; los ornamentos (a veces ni siquiera bendecidos y reducidos a traje de circunstancia) se visten con precipitación y a veces con molestia, mientras se conversa o se hace otra cosa. De hecho, no se trata de presentarse ante la Majestad divina, sino simplemente de animar a la asamblea, que interactúa en la sala litúrgica de modo similar a una relajada comunicación en la plaza pública.
Esta es la triste situación de tantas parroquias que han perdido por completo el sentido de la Majestad divina y consideran un progreso lo que la tradición más genuina aborrece como mistificación y pérdida de lo sagrado trascendente. Ya no hay presencia de Dios en esas reuniones, a no ser que Él mismo llame a su puerta como uno más entre tantos amigos. Ellos son los verdaderos protagonistas y su programación se impone a todos los que acuden a la iglesia, que solo pueden ser acogidos si están abiertos al libre impulso del «espíritu» y no tristemente volcados en la tradición de siempre. ¡He aquí el fruto del eclipse del sentido de la Majestad divina!
Las causas de tal deriva son complejas, pero al menos podemos identificar algunas: el concepto de noble simplicidad; el concepto de pobreza de la Iglesia; la misa coram populo; el biblicismo litúrgico. Examinaremos brevemente estas causas.
miércoles, 21 de febrero de 2024
EL HOMBRE, DISEÑO Y PROPIEDAD DE DIOS
Se ha dicho que los derechos de Dios son
el verdadero y único fundamento de los derechos del hombre. En un horizonte similar
se mueven las siguientes palabras del Cardenal Ratzinger (Benedicto XVI) sobre la inviolable
dignidad del hombre como creatura hecha a imagen y semejanza del Creador.
«El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Génesis 1, 26 y ss.). En él se tocan el cielo y la tierra. Con el hombre, Dios se incorpora a su creación. El hombre es creación directa de Dios: es llamado por Él. La palabra de Dios del Antiguo Testamento vale para cada hombre en particular: “Yo te he llamado por tu nombre, tú eres mío”. Cada hombre es conocido y amado por Dios, querido por Él, pues todos son imagen suya. La más grande y profunda unidad del género humano reside en que todos nosotros –cada hombre– realiza el plan único de Dios, tiene su origen en la idea creadora de Dios. En este sentido dice la Biblia que quien maltrata al hombre atenta contra la propiedad de Dios (Génesis 9, 5). La vida se halla bajo la especial protección de Dios, porque cada hombre, pobre o encumbrado en las alturas, enfermo y afligido, inútil o valioso, nacido o no nacido, incurablemente enfermo o rebosante de vida, lleva en sí el aliento divino, es imagen de Dios. Ése es el fundamento más profundo de la inviolabilidad de la dignidad humana, sobre el que, por lo demás, descansa en última instancia toda civilización. Cuando el hombre deja de ser estimado como ser que se halla bajo la protección de Dios, que lleva en sí el aliento divino, empieza a ser considerado por su utilidad. En ese momento aparece la barbarie que pisotea la dignidad del hombre. Y, a la inversa: cuando el hombre es reconocido como imagen de Dios, se manifiesta de modo patente el rango de lo espiritual y lo moral». (Joseph Card. Ratzinger, Cooperadores de la verdad, Madrid 1991, p. 67-68.).